lunes, 19 de noviembre de 2012

José Miguel Casado: Para no entrar en polémica


José Miguel Casado (Caracas, 1985)

 El poeta Iván Cruz (Ciudad de México, 1980) nos presenta una muy valiosa selección de poetas venezolanos de las últimas promociones, la poesía que se ha escrito durante el gobierno de Hugo Chávez. Asimismo nos ofrece una nota introductoria para acercarnos a esta importante tradición lírica.


Para no entrar en polémica


nosotros defendimos el puente de los franceses

tomamos el palacio del Reichstang

tumbamos a Pérez Jiménez

desembarcamos en el Granma

y sacamos a los gringos de Vietnam


nosotros pusimos el primer hombre en el espacio

dimos la vida en cada patria

no alcanzarían todos los periódicos

y revistas del mundo para nuestros obituarios


nosotros escribimos Canto General

y pintamos Guernica

Te recuerdo Amanda

y Techos de Cartón

son de nuestra autoría


¿usted sinceramente puede creer

mi doña

que entre tantas obligaciones

nosotros tengamos tiempo de mantener

el exótico hobby culinario

de comer niños?

viernes, 21 de septiembre de 2012

Pablo Neruda: LA BONDAD COMBATIENTE (*)


Pero no tuve la bondad muerta en las calles.
Rechacé su acueducto purulento
y no toqué su mar contaminado.

Extraje el bien como un metal,
cavando más allá de los ojos que mordían,
y entre las cicatrices fue creciendo
mi corazòn nacido en las espadas.
No salí desbocado, descargando
tierra o puñal entre los hombres.
No era
mi oficio el de la herida o el veneno.



No sujeté al inerme en ataduras
que le cruzaran látigos helados,
no fui a la plaza a buscar enemigos
acechando con mano enmascarada:
no hice más que crecer con mis raíces,
y el suelo que extendiò mi arboladura
descifrò los gusanos que yacían.

Vino a morderme Lunes y le di algunas hojas.
Vino a insultarme Martes y me quedé dormido.
Llegò Miércoles luego con dientes iracundos.
Yo lo dejé pasar construyendo raíces.
Y cuando Jueves vino con una venenosa
lanza negra de ortigas y de escamas
lo esperé en medio de mi poesía
y en plena luna le rompí un racimo.

Vengan aquí a estrellarse en esta espada.

Vengan a deshacerse en mis dominios.

Vengan en amarillos regimientos,
o en la congregaciòn de sulfurosos.

Morderán sombra y sangre de campanas
bajo las siete leguas de mi canto.
__________
(*) Del poemario 'Canto general, capítulo 'Yo soy'

lunes, 19 de diciembre de 2011

Ángel Garcés Sanagustín (*): Hambre en España


 (Publicado en tribuna de Heraldo de Aragón 
el domingo 18 de diciembre de 2011)

(*) Ángel Garcés Sanagustín es profesor titular de Derecho Administrativo 
en la Universidad de Zaragoza. 

Las secuelas de la crisis están empezando a llegar al estómago de algunos de nuestros conciudadanos. Los servicios sociales están desbordados, las parroquias no dan abasto para atender el aluvión de peticiones que afectan a los aspectos más básicos de la subsistencia y cada vez se detectan más casos de niños que acuden al colegio sin desayunar. En los últimos meses, se puede presenciar en Zaragoza, a eso de las nueve de la noche,  una escena que pone los pelos de punta. Decenas de personas se arremolinan junto a las puertas de los supermercados esperando las bolsas de productos caducados que los empleados llevan a los contenedores.

Algunas de esas personas han pasado por todo el calvario que ha traído la crisis. Primero se les instaló en la cabeza, cuando surgió el miedo al despido, cuando intuyeron que su puesto de trabajo peligraba, cuando se consumó el despido. Luego descendió al corazón, y empezaron a sentirse culpables e inútiles, mientras se les cerraban todas las puertas e iban mermando las ayudas públicas. Por fin, se ha agarrado a las ácidas paredes de su estómago.

Si estamos ante la crisis económica más grave de los últimos ochenta años, habrá que convenir que también podemos estar ante las puertas del peor estallido social de las últimas décadas. Una cosa traerá la otra.

Quién nos iba a decir en el año que hemos conmemorado el centenario de la muerte de Costa que iba a reaparecer el hambre en la España urbana y europea. Quién nos iba a decir, a estas alturas de la película, que la burguesía catalana, Durán y Lleida, y la aristocracia castellano-andaluza, Cayetano Martínez de Irujo, volverían a coincidir en sus pulsiones clasistas a la hora de criticar y denostar a los trabajadores del campo andaluz, a los que ya no necesitan explotar gracias a las cuantiosas subvenciones europeas, estatales y autonómicas que reciben. Quién nos iba a decir que los hijos, sobrinos y nietos de Paco el Bajo y Azarías, los frágiles personajes de Los Santos Inocentes de Delibes, terminarían votando al PP. Quién nos iba a decir que en las barriadas obreras de Barcelona, que fueron el escenario de las andanzas del Pijoaparte –el iluso protagonista de Últimas tardes con Teresa de Marsé- y en el cinturón industrial de la metrópoli catalana iban a ganar las elecciones los representantes de la más rancia burguesía catalanista.

Vamos a vivir una Navidad mate sin aguinaldos. Recuerdo que, a pesar de haber nacido en una familia obrera en los tiempos de la “oprobiosa”, nunca pasé hambre ni carecí de ninguna cosa esencial, ni siquiera de valores. Presumo que tampoco pasaré hambre en el futuro, pero he de reconocer que cuando veo u oigo a Zapatero se me quita el apetito.

lunes, 31 de octubre de 2011

Alejo Carpentier(*): Los advertidos (1)


et facta est pluvia super terram…
I
El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando de canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el Río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. 

-“Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. 

Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: 

-“¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”

-“¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. 

-“¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. 

-“¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. 

El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quienes lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.

II
-“El viejo está loco.” 

Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. 

-“Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” 

A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. 

-“¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” 

Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la voz de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa, el anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo

-“Cúbrete los oídos”, dijo. 

Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.

III

Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. 

-“Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” 

Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. 

-“¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. 

Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. 

-“¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak

-“¿Y usted?”, contestó el anciano. 

-“Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin

-“Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak

Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: 

-“Me dijo Laveh: Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”

-“Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak

Pero proseguía el otro: 

-“Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” 

-“¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak

Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación

-“Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. 

-“¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. 

Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.

IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán

-“Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” 

-“¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak

-“No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. 

-“Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak

En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. 

-“Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. 

Y dijo el hombre de Sin

-“Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. 

-“Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. 

-“Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” -dijo Our-Napishtim, amargo- Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes. Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” 

En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak

-“Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. 

Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. 

-“Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” 

Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. 

-“Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.

___________
(*)Alejo Carpentier: escritor cubano (1904-1980), uno de los principales exponentes de la literatura latinoamericana del siglo XX.
(1) Tomado de: http://cultural.argenpress.info/2011/10/los-advertidos.html hemos, sin embargo, separado los diálogos y corregido algunas faltas.

viernes, 6 de mayo de 2011

Otto René Castillo (*): Informe de una justicia (1)


Tal vez no lo imagines,
pero aquí,
delante de mis ojos,
una anciana,
Damiana Murcia, v. de García,
de 77 años de ceniza,
debajo de la lluvia,
junto a sus muebles
rotos, sucios, viejos,
recibe
sobre la curva de su espalda
toda la injusticia
maldita
del sistema de lo mío y lo tuyo.


Por ser pobre,
los juzgados de los ricos
ordenaron desahucio.
Quizás ya no conozcas
mas esta palabra.
Así de noble
es el mundo donde vives.
Poco a poco
van perdiendo ahí
su crueldad
las amargas palabras.
Y cada día
como el amanecer,
surgen nuevos vocablos,
todos llenos de amor
y de ternura para el hombre.


Desahucio.
¿Cómo aclararte?
Sabes, aquí,
cuando
no puedes pagar el alquiler,
las autoridades de los ricos
vienen y te lanzan
con todas las cosas
a la calle.
Y te quedas sin techo
para la altura de tus sueños.
Eso significa la palabra
desahucio: soledad
abierta al cielo, al ojo juzgor
y miserable.


Este es el mundo libre, dicen.
¡Qué bien que tú
ya no conozcas
estas horredas libertades!


Damiana Murcia, v. de García,
es muy pequeña,
sabes,
y ha de tener tantísimo frío.
¡Qué grande ha de ser su soledad!


No te imaginas
lo que duelen estas injusticias.
Normales son entre nosotros.
Lo anormal es la ternura
y el odio que se tiene a la pobreza.
Por eso hoy mas que siempre
amo tu mundo.
Lo entiendo,
lo glorifico,
atronado de cósmicos orgullos.
Y me pregunto:
¿por qué, entre nosotros,
sufren tanto los ancianos,
si todos se harán viejos algún día?
Pero lo peor de todo
es la costumbre.
El hombre pierde su humanidad
y ya no tiene importancia para él
lo enorme del dolor ajeno,
y come,
y ríe,
y se olvida de todo.
Yo no quiero
para mi patria
estas cosas.
Yo no quiero
para nadie en el mundo
estas cosas.
Y digo yo,
por qué el dolor
debe llevar
claramente su aureola.


Este es el mundo libre, dicen.


Ahora compárame en el tiempo.
Y dile a tus amigos
que la risa mía
se me ha vuelto una mueca
grotesca
en medio de la cara.
Y que digo amén su mundo.
Y lo construyan bello.
Y que me alegro mucho
de que ya no conozcan
injusticias
tan hondas y abundantes.
___________
(*) http://www.literaturaguatemalteca.org/Otto.html

(1) Leído en el poemario 'Vámonos, Patria, a caminar'

 (Del libro 'POESÍA REVOLUCIONARIA GUATEMALTECA. de Mª Luisa Rodríguez. Edita: Zero, S.A. Madrid, octubre 1969)

martes, 3 de mayo de 2011

Otto Raúl González (*): Resistencia del pueblo (1)

Dadle
dadle mil
dadle mil golpes
dadle mil golpes al diamante.
Siempre
siempre seguirá
siempre seguirá siendo
siempre seguirá siendo diamante.

Dadle
dadle mil
dadle mil golpes
dadle mil golpes al pueblo.
Siempre
siempre seguirá
siempre seguirá siendo
siempre seguirá siendo el pueblo.

Porque el pueblo es como el diamante.

Encerradlo
encerradlo bajo mil
encerradlo bajo mil candados
encerradlo bajo mil candados al aire;
siempre
siempre permanecerá
siempre permanecerá siendo aire.

Encerradlo
encerradlo bajo mil
encerradlo bajo mil candados
encerradlo bajo mil candados al pueblo;
Siempre
siempre permanecerá
siempre permanecerá siendo el pueblo.

Asesinad,
fusilad,
masacrad,
ametrallad al pueblo,
habrá siempre,
siempre habrá pueblo.

Porque el pueblo es como el aire.

Asesinad,
fusilad,
masacrad,
ametrallad la luz;
habrá siempre,
siempre habrá luz.

Porque el pueblo es como la luz.

_________
(*) http://es.wikipedia.org/wiki/Otto-Ra%C3%BAl_Gonz%C3%A1lez
(1) Del poemario 'Poema patriótico'

(Del libro 'POESÍA REVOLUCIONARIA GUATEMALTECA. de Mª Luisa Rodríguez. Edita: Zero, S.A. Madrid, octubre 1969)



lunes, 4 de abril de 2011

Iswe Letu: El sueño vegetal



la cabeza desnuda y descalzos en el frescor del mundo acariciándonos en las encalladuras de paquebotes mas absurdos que el nacer allí en una isla propia aislados del resto del mundo como todos y unidos en los arrabales a los arrebatos de carne viva sin movernos luego para hallar el agua fresca que mana entre una maraña de vegetales para lavarnos la boca la cara y el sexo que ya tiene un olor a saltamontes aplastados en su savia pero que no nos importa porque nos da lo mismo tirar para un lado que para el otro

el sueño camaradas sobre la escollera de la vida sin palabras de horizonte en nuestros bolsillos huérfanos y desnudos bajo los dinteles de un hombre tan puro al que por la noche le envían grandes mujeres estériles fuerzas eruptivas cortadas en agraz pero fuego sin objetivo por puro deseo de arder trazando filigranas de placer en nuestras orbitas y la felicidad de las fuentes en nuestros sueños de sed por a noche y que decir desde el arrecife de las albas de esa multitud yendo de un lado a otro bajo las velas de la ociosidad