miércoles, 17 de septiembre de 2008

José Mª Amigo Zamorano: 'Un intruso en la terraza'

No encontró la abertura por donde había penetrado en aquel recinto. Ellos, que se encontraban allí jugando, lo miraron extrañados, con cierto miedo, en primer lugar por su color. Era mas bien negro. Tirando a moreno. Lo que lo hacía más visible y más vulnerable. No podía mimetizarse en esa terraza encristalada. Las miradas seguían prendidas en él. O se ponían a jugar dando la impresión de haberlo olvidado. Pero se iban alejando.


Mientras tanto el forastero insistía e insistía en buscar la salida de la encerrona en la que había caído. Sin querer. Por casualidad. Si habláramos con precisión, ‘por casualidad’, no serían las palabras exactas, porque sus movimientos tenían siempre una meta cierta: el conseguir alimento. Por supuesto, esa finalidad, en modo alguno, queremos ponerlo como una rareza, como singularidad, al contrario, es meta esencial para seguir viviendo a cualquier ser natural que se precie de terrícola.

Sin embargo en los individuos que tienen garantizado el sustento diario, tal necesidad no aparece como primordial, llegando a observar esa búsqueda de alimentos, en los otros, como algo primario; una muestra de animalidad que ellos hubieran superado. Pero eso es solo un barniz que desaparece con un ayuno forzado; por ejemplo: con huelga general cuando los comercios se desabastecen. Entonces, se vuelven como locos, ¿durará mucho?... ¿dónde encontrar comida?... ¿será el fin del mundo?... ¿se han vuelto locos?... Y llaman a la policía, al ejército, a los obispos, a los rabinos, a los imanes… y acusan a los obreros huelguistas de ser los culpables de esa intromisión de la necesidad, -como se había entrometido ese negro en la terraza, en su terraza-, consiguiendo anular su alma, someterla bajo el imperio de tales coyunturas nefandas.

De modo que quizás ellos, que lo miraban, y nosotros que asistíamos impertérritos a la escena, como espectadores, fuéramos de parecida o similar condición.

Era a nosotros a quien más nos molestaba esa irrupción de la naturaleza, sin veladuras, en nuestras vidas colmadas de espíritu. Encontrarnos, así, de golpe, con la representación manifiesta de que somos naturaleza, lo queramos o no, lo pensemos o no; que, por lo tanto, no estábamos por encima ni por debajo de ella.

Si él había entrado, era por necesidad. Lo mismo que los trabajadores que paran su trabajo. Lo hacen movidos por la necesidad. Reivindican mejores salarios con que combatir el aumento de los precios de los alimentos. Es decir: necesitan abastecer su estómago. Y si, después de largos días, no pueden resistir, buscan una salida imperiosa al conflicto, por pura necesidad de lo mismo.

Necesidad de salida como tenía él. El negro. Mas bien moreno amarronado. O café con leche. Una necesidad acuciante, urgente, lo empujaba a irse de allí, a causa, entre otras razones, pensamos, porque en la terraza, precisamente en ella, no halla lo que busca: el alimento. Y se encuentra con una necesidad añadida: la de encontrar el hueco por donde entró. Y no lo encuentra por más que mira y remira; aun transladándose de un lugar a otro, cada vez más nervioso; explorando tanto los arribas como los abajos; para encontrarse siempre con una libertad aparente, al estar rodeado de cristal que impide su paso; corta su ansia de liberarse, de salir al aire, aire libre de verdad. En su desesperación ya no distingue la realidad y la ficción; para ser más precisos, y lo éramos, queremos decir que no distingue entre libertad y su apariencia. Es así que se da, insistentemente, de bruces, con ese remedo de libertad: el cristal transparente. Y con el cansancio ya no se topa con el vidrio sino solo con un poco espacio de cristal, para terminar por golpear tan solo un punto del cristal. Al que parece querer horadarlo. A veces se para un momento para descansar. Pues por muy acostumbrado que esté a moverse de un sitio para otro, la resistencia tiene un límite. No es eterna. Las fuerzas van llegando a su término. Va mellándose su vigor. Los movimientos son más lentos. Y se vuelve a detener una vez más.

Indiferentes a la lucha por la vida de él, ya que, ellos, la tienen asegurada y bien asegurada, lo están contemplando ahora con más inquietud. Casi con miedo... Casi no, con miedo. Se asustan. Se esconden. Se parapetan. Se agazapan. El diferente les desasosiega, les conmueve, casi todos los singulares les producen cierto miedo: el leproso, el genio, el loco, el cojo, el mendigo, el emigrante, el jorobado, el revolucionario…

Desde su escondrijo lo observan, hasta se asoman un momento, para volver de inmediato a esconderse.

Él, ahora, se levanta con renovadas fuerzas. Pero... solo unos instantes. Unos aleteos finales y cae al suelo el colibrí. A pocos centímetros de la ranura de la ventana por donde había entrado. A un suspiro de la libertad.

Los dos gatos salen de su escondite. Se abalanzan sobre él, que aun alienta. Juegan con el colibrí. Le hincan las uñas. Lo despedazan. Se lo tragan.

martes, 9 de septiembre de 2008

José Mª Amigo Zamorano: Tras una cena abundante

Tras una cena con sopa de pescado, chuletón asado, ensalada, mamiya, que en castellano se dice cuajada, y café, copa y puro, que en Euskadi se dice café completo, Joaquín y Pepe durmieron como obispos o como cerdos o como reyes.

A los mamíferos zampabollos les da igual la palabra. Porque por la mañana, nada más despertarse, todos, sin haber puesto el pie en el suelo, si duermen en la cama y si no es igual, se desperezan, estiran brazos o patas y se acarician la barriga con amoroso agradecimiento.


El día se abre sonriente a los seres que han sabido extraer el jugo de los buenos y abundantes alimentos.

Lo que menos esperaban ver Pepe y Joaquín, que el orden le es indiferente al caso que vamos a narrar brevemente, es la tristeza a la entrada de la aurora. Pero el dolor, fuera de una barriga bien alimentada, existe acompañada de angustia y llanto.

A veces ese sufrimiento es heredado y las lágrimas se presentan empujadas por el más leve acicate.

Aquella mañana, después del abundante ágape regado generosamente con vinos y licores, cuando ambos amigos y compañeros de trabajo entraron en la cocina para tomarse el desayuno encontraron a la dueña del piso, donde estaban a pensión, llorando. Un llanto amargo. Y los azulejos de la cocina parecían reflejar esa amargura.

-¿Qué le pasa señora Hortensia? ¿No habrá sido otra vez su hijo?

El hijo la traía a veces a mal traer y habían tenido que salir en su defensa; y es que era muy buena con ellos y los trataba como si fueran sus hijos.

-Nada, hijos, cosas mías. La culpa en este caso no la ha tenido mi hijo. La culpa la tienen este trozo de pan y este cacho de queso.

Se quedaron sorprendidos por tan extraña respuesta.

La señora Hortensia era una mujer pequeña, menuda, cara redondo con profundas arrugas, unos ojos negros hermosos como negros eran los vestidos con se cubría. Había emigrado desde Extremadura al País Vasco ya hacía quince años con su único hijo producto de su unión o casamiento con un mozo extremeño:

-El más guapo de La Serena, decía ella.

-Fue el único 'alfabeto' del pueblo del que no recuerdo el nombre, contaba otro emigrante extremeño.

Y añadía:

-Yo me alegro de no ser 'alfabeto' porque a todos ellos los mataron los franquistas.

Efectivamente, el marido de la señora Hortensia fue uno de los pocos jornaleros de su pueblo que sabía leer y escribir.

Cuando se sublevaron los militares facciosos en 1936 encabezó el comité que se formó para defender la República. Y, más tardé, se alistó en el ejército del Gobierno de la República con tan mala suerte que en el primer frente de guerra murió.

Esto les estaba contando, una vez más, a Joaquín y a Pepe.

Lo hacía con tanta viveza, los ojos humedecidos por el llanto, que ellos estaban prendidos de sus palabras. Se maravillaban de su elocuencia porque sabían que ella, como la mayoría de las de su pueblo -les había dicho en numerosas ocasiones- era analfabeta. Lo mismo que se asombraban cuando les recitaba romances de una extensión considerable.

-Mi pueblo fue muy disputado.

La señora Hortensia les narraba los avatares que tuvo que sufrir con su familia. Iban paralelos al curso de la guerra: si el pueblo lo tomaban los enemigos de la República le quitaban todo, hasta la echaban de casa teniendo que vivir de la ayuda de los vecinos; si el pueblo volvía a estar en poder de la legalidad republicana la volvían a colocar en su casa con todas sus pertenencias; e incluso la homenajeaban desde el balcón del Ayuntamiento como la mujer de un héroe muerto en combate.

-Con el triunfo de los militares 'fachistas' me quedé sin nada. Viví muy malamente en una choza junto a mi padre. Él se fue haciendo viejo, es ley de vida, y ya los terratenientes no le daban trabajo. Pasaba hambre. Pasábamos hambre...

Su voz se le quebró en un solllozo.

-Mi padre murió pidiendo pan. Murió de hambre. Parece que lo estoy viendo...

Miró a la mesa y tocó el trozo de pan y el cacho de queso...

-Comprendan ustedes, hijos. He visto esta mañana que habían dejado estos trozos que les había dejado para cenar... Y he pensado en mi padre. No lo he podido remediar.

Se marcharon cabizbajos al trabajo. Comprendieron su dolor. Entendieron su mundo... que no era el de ellos... ¿O si?...

Como se ve, después de una cena con sopa de pescado, chuletón a la brasa, ensalada, mamiya, que es como se dice en euskera cuajada, y café completo que en realidad es café, copa y puro... puede ocurrir cualquier cosa.