La primera vez que D. Eusebio García Luelmo nos habló de su claustrofobia fue en el bar Pinar de Las Navas del Marqués. Este bar está en la Avenida Principal antes del Generalísimo. Fuimos ha hablar con él a eso de las once de la mañana. Estaba en la mesa de la esquina, junto a la una de las dos ventanas. Según se entra a la izquierda. No tiene pérdida. Es pequeño. El bar. Tenía la taza del café con el platillo encima. Café que le duraba toda la mañana (luego, leyendo a escritores que lo conocieron en Madrid, nos enteramos que hizo siempre lo mismo). Lo tomaba con una magdalena. A veces, no siempre, se le caía algo de café en la camisa. De ahí las manchas que se le veía. Y no por mugre. No por falta de higiene. Hay que decir que vivía en la calle Cervantes ¡qué casualidad en un escritor! En un chalecito u hotel, como por aquí se les llama, y era atendido por una señora que moraba enfrente, la cual le hacía la comida y le levaba la ropa. Todo lo que el viejo escritor consentía. En cuanto a lo de la ropa amplia -nos contó- era porque, efectivamente, era prestada.
-Prestada por mis hijos e hijas, si. Pero que yo las elijo.
No se las elegían.
Y los zapatos... esos zapatos que parecían haber salido de un basurero... sin lustrar... como raidos... y demasiado grandes... tenían su explicación, llevaban su por qué.
-Tengo los pies muy delicados y con ellos me encuentro a gusto; no me molestan; otros zapatos, para mi, son un tormento.
(Sobre esto nada tenemos que decir; es más, nos acordamos de una anécdota contada por Trotsky acerca de una botas de Lenin: estaban en la opera y Lenin tenía una botas relucientes, nuevas y Trotsky se admiró de ellas y las comparó con sus zapatos demasiado viejos y con alguna raja; entonces Lenin le dijo que si quería se las cambiaba por los zapatos de Trotsky ; éste aceptó y luego estuvo quejándose todo el día porque le apretaban mucho y le hacía mucho daño; en cambio Lenin estubo muy a gusto con el cambio porque para él también habían resultado un tormento esas lustrosas botas y se vio liberado de semejante suplicio.)
En la calle Cervantes se pasaba los veranos D. Eusebio García Luengo; eso si, solo; soledad voluntaria porque podía no venirse a Las Navas; también obligada, ya que su mujer, la actriz Amparo Reyes, había muerto y los hijos tenían ya su amilia. Deciamos soledad voluntaria porque D. Eusebio García Luengo era de un individualismo feroz, rabioso. De una independencia encastillada en su intimidad. Tenía que ser de ser difícil convivir día a día con él. Y lo sabía. Como otras muchísimas cosas aunque a veces se hiciera el ignorante.
El vivir solo a esa edad tiene sus ventajas e inconvenientes. Ventajas, porque vives sin que nadie contemple las miserias de la vejez. Es decir, las dificultades a la hora de vestirse, o de comer sin dientes, o de mear o de mearse en los pantalones, de... E inconvenientes, muchos inconvenientes.
Y riesgos. Y peligros.
Veamos un ejemplo: muchas noches estábamos de tertulia en una mesa del bar El Sauco. En la terraza. En plena calle. Hasta altas horas de la noche. Luego lo acompañábamos un trecho, hasta la plaza que llaman del Cristo. No admitía más. Se negaba en redondo. Y emprendía la subida de la calle Navalperal. Hundiéndose en las sombras. Un día nos dijo que el trayecto hasta su casa lo tenía estudiado meticulosamente. Y es que le iba la vida en ello, porque ver ver, lo que se dice ver, no veía mucho, aunque más de lo que él declaraba.
Por cierto, todo lo que venimos escribiento lo averiguamos poco a poco. No era muy propenso a hablar de sus dificultades. Otro día nos aclaró que esto era por orgullo.
-Los tímidos somos muy orgullosos. Yo soy tímido.
Lo cual le obligaba a no tratar estos temas de la vejez. Timidez y vergüenza de seguir siendo carne que late. Que se emociona ante una hembra, por ejemplo. Es como si se viera a si mismo haciendo el ridículo ante la moza, siendo, como era, viejo; vejez que además reivindicaba.
-Soy viejo, viejo. No maduro, ni de la tercera edad. Eso es una memez. Yo soy viejo. Y aun siéndolo se me levanta todavía, ¡qué vergüenza!
Un verano nos fuimos nosotros varios días de vacaciones. A Zamora. Dejamos Las Navas del Marqués. Al volver, desde lejos, vimos, en la terraza de el bar Pinar, al escritor. Notamos un no sé qué en su rostro, como más llena la cara, y un poco más morena, casi oscura. Nos acercamos. Tenía un tanto hichada la cara y amoratada.
-Pues esto no es nada. Días atrás la tenía como una mora.
Nos explicó que una noche, como todas, se fue caminando, cuesta arriba, hasta su morada de la calle Cervantes. Un tramo de la calle Navalperal, por donde tenía que subir para llegar a su casa, estaba, y está, poco iluminado. De modo que, como siempre, emprendió la subida, no por la acera (que no le convenía, según nos dijo) sino por la calzada, siguiendo una línea cercana al bordillo de la acera de la derecha. Algunos, pocos coches, pasaban lanzándole ráfagas de luz, alguno le pitó. Unos metros más allá tenía que torcer a la izquierda abandonando la calle Navalperal. Miró hacia arriba y hacia abajo. Lo poco que podía mirar. Por si algún vehículo venía. Nada. Atravesó la calzada y se introdujo en la que calle que atraviesa la anterior. Son unos pocos metros, todos llanos, que tiene que andar para, desviándose ahora a la derecha, meterse en la calle donde tiene su casa. Ahora, vuelta a subir hasta llegar a la puerta de su vivienda. Sin embargo, está más iluminada. Se ve mejor. Le cuesta la subida. Se detiene a veces a descansar. Luego, ayudado por su bastón o garrote reemprende su andadura. Por fin la puerta de entrada a su chalecillo. Pero ahora tiene que salvar otra dificultad, la altura del bordillo. Lo tiene estudiado. Se coloca unos pasos más arriba de la puerta y apoyándose en el bastón, toma impulso y, como otras veces, sube a la acera y ya... Pero esta vez la previsión falla, el impulso no responde y tambaleándose cae de bruces a la calzada. Se desmaya. Poco tiempo. Medio mareado, no sabe como, quizás arrastrándose, atraviesa la puerta, sube unos peldaños, y se introduce en su jardincillo. Ignora si siguió arrastrándose. Lo cierto es que abrió la otra puerta, la propia de la casa, y se acostó. En la cama. Y se durmió. Envuelto en sangre.
Por la mañana, la mujer que lo cuidaba, que vive enfrente, ve sangre en la calzada, en el jardín y se asusta. Entra en la casa. Ve a don Eusebio en la cama. Llenas las sábanas de sangre. La señora se acuerda de que el escritor tiene un nieto en Las Navas que ha vivido con su abuelo temporadas. Le avisa. Llega de inmediato con su coche. Lo lleva a Ávila. Al hospital. Por urgencias.
-¡Urgencias! -nos exclamó Eusebio García Luengo sonriendo- ¡Si, entré por urgencias! Cinco horas de espera. Curioso. Pero me curaron al final. Menos mal.
Ya se estaba recuperando. Poco a poco, el amoratado de la cara, trocado luego en casi negro, fue desapareciendo.
Aunque nosotros creemos que las secuelas le fueron fatales. Al año siguiente volvió de vacaciones al pueblo serrano de Las Navas del Marqués. Y volvimos a las charlas con él. Aunque en su hotelito. Ya no salía de su casa. Apenas. Recordamos que un médico de la localidad, José Manuel, nos dijo:
-He visto el otro día he visto a tu amigo el escritor. Subía tambaleándose y... Bueno bueno... no le quedan muchos telediarios... de vida. Creo yo.
En septiembre cuando nos despedimos de él nos dijo:
-No sé, no sé... si volveremos a vernos.
Y unas lágrimas le salieron a su amojamado rostro. Nunca antes había ocurrido tal cosa.
En diciembre murió. Y, aunque duele la noticia, no nos sorprendió.