martes, 1 de septiembre de 2009

José Mª Amigo Zamorano: El Extraño y Verde Amor de Tareo


Fue un acto espontáneo. Libre. Puro. Pero nadie le hizo caso. ¡Pobre Tareo! Siempre pensando en ellas.
Él sabe que estuvo contemplándolas largo rato durante parte de su vida. Encontraba similitudes o parecidos asombrosos.
-¡Qué bonitas! Pero... ¡qué bonitas!
Tareo desde ese lugar recoleto del parque las veía moverse suavemente. Cerró los ojos.
No sabe el rato que estuvo así, lo que si se acuerda es que oyó algo, y abrió los ojos cuando ya el guarda miraba en derredor y como no viera a nadie cerró la puerta de entrada del parque.
Corrió a llamarle pero ya se perdía por entre las calles aledañas.
Se encogió de hombros. Total, no tenía nada que hacer. Y por lo tanto, prisa tampoco. No había previsto acto alguno. Si acaso comer... De eso podía pasar, porque no tenía hambre. Y si le entrara gazuza, que quizás le entrase, en poco más de dos o tres horas abrirían de nuevo el parque. Luego comería en la residencia.
Se dio la vuelta y comenzó a andar por el primer sendero que se encontró. Silencio. Solo el piar de los pájaros y sus pasos lo interrumpía. Y calor. Mucho calor.
Casi sin proponérselo se halló, al poco rato, en su lugar preferido. Un lugar recoleto, rodeado de árboles. Debajo de unos plátanos había un banco. Y justo, enfrente, un estanque. Se sentó. Allí se sentaba siempre. Alargó ambos brazos acariciando con las manos las barras de madera del respaldo del banco. Cerró sus ojos dejándose llevar por el silencio que el canto de los pájaros adornaba. Al arrullo de sus trinos le vinieron ellas a su recuerdo. Un recuerdo placentero, casi lujurioso.
-¡Qué calor hace! Hoy, al sol, se achicharran hasta las cigarras.
De repente dijo en voz alta:
-¿Y si me desnudara?
Y a continuación se preguntó:
-Y... ¿por qué no?
Y dicho y hecho: se quedó como su madre lo pariera, en bolas.
-¡Qué gusto!
Se rió acordándose de lo que cuenta Azaña en sus memorias sobre uno de sus generales, Pedro de la Cerda; al parecer se paseaba por los pinares de Las Navas del Marqués, donde tenía una finca, desnudo. Delante de él iba un soldado diciéndoles a los veraneantes:
-Apártense, que viene el general en cueros.
-¡Qué jodío don Pedro de la Cerda y López Mollinedo! ¡Qué jodío!
Se levantó del banco y comenzó a marcar el paso al ritmo militar:
-Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. ¡Alto! ¡Ya!
Y cuadrándose, se llevó la mano a la frente en actitud de saludo. Miró en derredor como saludando con la vista a unos presuntos espectadores.
-¡Rompan filas, ya!
Con el roce el miembro se le levantó y roto el encuadre de firme se miró hacia abajo prorrumpiendo en sonaras carcajadas.
-¡A sus órdenes, mi comandante fálico!
Y riéndose volvió a sentarse. Cerró los ojos otra vez. Pero aun así seguía contemplándolas. En unos lugares formaban espesas masas. Como esas fotos en las que aparecen miles y que un fotógrafo se ha especializado precisamente en ellas. En otras se portaban como individuos desgajados del entorno, difíciles de disciplinar, anárquicas.
Para él todas eran queridas. Deseables. Con lúbrica ambucia las tenía en su mente.
Además había observado que una de sus partes, aunque en puridad, no tenía movimiento, a veces se movía.
-A ver -se decía- no es un movimiento mecánico.
El sabía que la materia... lo sustancial de la materia... es movimiento, transformación, cambio.
-Veamos la cosa -dijo en alta voz.
Y quería decir que ese movimiento a veces era visible a simple vista. Otras no. Cuando era percibido por el sentido de la vista era muy variable, dependiendo, claro está, de la clase de cada una.
Lo comparaba con las masas de gente, ya puesto que hay masas y masas: no se mueven de la misma manera las que van al fútbol que las que se dirigen a ver una película; o no se comportan lo mismo las que acuden a un concierto de música que aquellas cuyo objetivo es una exposición de pintura...
Y dentro de esas masas los individuos forman submasas: las ariscas, mansas, anodinas...
Abrió los ojos. Pene enhiesto. Deshinibido. Libre. Puro. Natural. Se estiró. Acarició su falo tieso.
-Saluda a Venus que te mira, lúbrica, desde arriba, desde el cielo.
Y volvió a reirse a mandíbula batiente. Como un orate.
Cuando se fue tranquilizando volvió a pensar en ellas obsesivo, insistente, sacándole esas similitudes o pareceres, que ya se ha mentado, en cada una de ellas.
No sólo halló un cierto parecido, pues todas terminaban, una parte de ellas al menos, en punta; eso sí, unas redondeadas, otras más puntiagudas; las había de forma circular; en cuanto a su forma de moverse unas producían irisaciones; en cambio ese mismo movimiento en unas era lánguido, desmayado y en otras vivo, alegre, retozón...
Con todas ellas quería bailar él; las apretaría contra si...
Volvió a estirarse. Esta vez su miembro estaba duro como una piedra.
-¡Miralas! Ahí las tienes. Te miran ansiosas. Son tuyas. Todas. Obsérvalas.
Se levantó y en un arranque de decisión desgajó una rama y se pudo a bailar con ella. Daba vueltas y vueltas como un loco. Apretaba la rama contra él. Las hojas acariciaban su pene. Así estuvo un buen rato como si no estuviera en su ser. Luego, con sumo cuidado, casi con delicadeza, llevó la rama hasta el banco, la depositó con suavidad y le dio un beso a una de sus hojas. Extendió los brazos y giró en redondo.
-Yo soy la naturaleza y la naturaleza me quiere. Y yo las quiera a todas ellas.
Un niño, que había oído voces, se asomó a ese rincón del parque y le dijo a madre:
-Mira, mamá, ese hombre lo tiene como papá.
Fue un acto espontáneo. Puro. Libre. Pero nadie le hizo caso. No lo creyeron cuando lo explicaba. Por eso lo devolvieron al manicomio.
Y cuando se descuidan los loqueros se pasea, como su madre lo parió al mundo, por los alrededores del establecimiento.
¡Pobre Tareo! Siempre agarrado a ellas.


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