BENITO ARIAS MONTANO
por Hipólito Escolar Sobrino
En el siglo XVI se produce en Extremadura una explosión demográfica. Hombres llenos de vitalidad marchan a las Indias a explorar y conquistar las nuevas tierras descubiertas al otro lado del Océano para honra del monarca y extensión de la fe de Jesucristo entre los idólatras, y vuelven victoriosos y ricos a sus tierras nativas, donde levantan castillos y palacios para pasar una vejez descansada y, también, para que sus herederos disfruten de las rentas de sus esfuerzos y fatigas.
En este mismo siglo hay un notable extremeño, que vivió para mayor gloria de su rey y de su religión, cuyas empresas fueron incruentas, aunque a él le produjeron desgarrones en el alma, Benito Arias Montano, natural de Fregenal de al Sierra y descendiente de una familia hidalga, que asesoró a su soberano, Felipe II, en cuestiones de gobernación y le recomendó la clemencia sobre la crueldad, a la vista del comportamiento del Duque de Alba, tachado de gobernador de hierro, en el Flandes del que fue testigo.
A pesar de ser valioso consejero político, su fama le vino, principalmente, como hombre de estudio, autor de poemas, que le valieron el título universitario de poeta laureatus, comentarios y tratados, y de gran erudición motivo por el que el rey le encargó dos importantes empresas, la ordenación de los libros de la naciente biblioteca del Monasterio de El Escorial y la supervisión de la edición de la Políglota que imprimió en 8 volúmenes el culto e inteligente Cristóbal Plantino, que organizó en Amberes el mejor taller tipográfico del siglo XVI.
Arias Montano, tras iniciarse en los latines en su pueblo, había estudiado primero en Sevilla y luego en Alcalá, a donde acudió acuciado por su deseo de conocer hebreo y donde se dejó influir por las ideas erasmistas, que procuró inculcar entre sus discípulos durante su vida. Viajó por Italia y visitó Salamanca, aunque pasaba la mayor parte de su tiempo en su placentera finca, Peña de Aracena, porque en la tranquilidad del campo podía entregarse a la lectura y escritura, sus dos pasiones.
De ella le sacó el obispo de Segovia Martín Pérez de Ayala para formar parte de la delegación española en el Concilio de Trento, de donde regresó con prestigio y fue nombrado capellán del rey.
Pudo apoyarse en el prestigio ganado para hacer una brillante carrera religiosa y pudo medrar en la corte por la estima que por él sentía el monarca. Pero no tenía vocación de cortesano no obstante la noble apariencia que le daba la mirada clara, la barba recortada y la vida interior que emanaba de su semblante, que sedujo a notables pintores, que le retrataron como Rubens y Francisco Pacheco.
Vivió feliz siete años en Amberes entregado en cuerpo y alma a la preparación de la Políglota, llamada Real porque la financió Felipe II, respetado por las autoridades políticas y por los estudiosos que con él trabajaron, con los que se sintió espiritualmente unido por pertenecer a la Familia de Amor, una secta alejada de la lucha entre protestantes y católicos, cuyos ideales se centraban en la vida serena, el estudio constante y la profunda devoción.
Terminada la impresión, tuvo que soportar ataques de gentes envidiosas, los unos, porque a ellos nos les convocaron para la empresa, y de los que, por intransigentes, consideraron que su asesoramiento fue un peligro para la religión. No combatió palmariamente a los herejes y se dejó influir por la erudición rabínica.
En Roma la edición no fue recibida con entusiasmo y el Papa Pío V se negó a autorizar su circulación, por no respetar escrupulosamente la Vulgata, que Montano consiguió de su sucesor Gregorio XIII. El obispo de Ruremonde, Guillermo Lindano, que llegó a pensar que sería invitado a colaborar con la edición, la atacó violentamente, y el catedrático de Salamanca, León de Castro, que veía heterodoxos por todas partes y había conseguido la condena de Fray Luis de León, amigo de Montano, le denunció con encono a la Inquisición, denuncia de la que salió bien librado por el informe favorable que redactó el P. Mariana.
A pesar de haber logrado el hábito de Santiago, que exigía limpieza de sangre, fue tachado de judaizante y descendiente de de conversos sin más razón que sus conocimientos del hebreo y del Antiguo Testamento. Se constata que había devuelto unos jamones que le envió el secretario del rey, Gabriel de Zayas, cuando la causa del rechazo fue la condición de vegetariano.
Consiguió salir, al final de si vida, de El Escorial y refugiarse en su finca extremeña, entregado al estudio, que hizo compatible con la vida pastoral a favor de los campesinos a cuyas enfermedades procuraba atender porque algo sabía de medicina. No obstante, de vez en cuando se escapaba a Sevilla para hablar con sus buenos amigos, a los que puso en contacto con los que dejó en Flandes. En esta ciudad murió en 1598.
No acumuló una gran fortuna como los que marcharon a América, pero sí logró un desahogado pasar. Dejó fundada una escuela en Aracena, la finca y sus libros se los legó al rey, los cuadros y objetos artísticos y científicos, a su discípulo Pedro de Villegas, y una pensión anual a la viuda de su amigo, Simón de Tovar, en cuya casa se hospedaba cuando iba a Sevilla y que le atendió en sus últimos momentos. No tuvo descendientes, pero dejó fieles discípulos, que se preocuparon de reunir y publicar sus escritos inéditos. Pero le persiguió la Inquisición y la intolerancia y sus obras, muerto su gran valedor Felipe II, fueron incluidas en el Índice.
(*) Hipólito Escolar Sobrino, gran biblioteconomista español, fue director de la Biblioteca Nacional
DE LAS PÁGINAS I y II DE ‘FONTANA SONORA’, SUPLEMENTO DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, NÚMERO 7 DE JULIO DE 1998