jueves, 12 de abril de 2007

José Luis Morante: 'Vigencia de la poesía social'

David González


Vigencia de la poesía social

de José Luis Morante


La guerra civil de 1936 supuso una terrible ruptura en el devenir cultural de la época, pese a la aparente sensación de normalidad de la propaganda política que animó la vida intelectual en uno y otro bando multiplicando revistas, congresos y alianzas más o menos panfletarias.
La poesía se convierte en un instrumento de agitación y en un estandarte ideológico. Durante el conflicto bélico mueren Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Federico García Lorca y en 1942 fallece en el Reformatorio de Adultos de Alicante Miguel Hernández, tras una larga temporada en la cárcel. Otros poetas parten hacia el exilio: Rafael Albert, Altolaguirre, Luis Cernuda, Domenchina, León Felipe, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez o Moreno Villa. Dos grandes poetas, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, permanecen dentro del país, aunque recluidos en un significativo aislamiento. Desmembrada la generación del 27, comienza una auténtica autarquía creativa.
La poesía de la primera generación de posguerra nace marcada por el centenario de Garcilaso y por una realidad desquiciada que abonó el escapismo, la tendencia formalista y la lírica de contenido religioso. Hubo sin embargo una reacción de sentido contrario que desembocó en el tremendismo y en un pesimismo irrefutable que no ha superado la dramática experiencia del 36.
En la década de los 40 la revista leonesa ‘Espadaña’, fundada en 1944 por los poetas Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, y el libro de Dámaso Alonso ‘Hijos de la ira’ –junto a la mirada estética de los surrealistas franceses Paul Eluard y René Char- preludian la poesía social. Es el comienzo de la escritura como compromiso en la que se revaloriza en sentido ético sobre otras preocupaciones. Lo percibimos en los libros de Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro, Eugenio de Nora y Victoriano Crémer. Esta poesía del desarraigo –así la bautizó el poeta y crítico Dámaso Alonso- de gran tensión dramática, en laza con otras tendencias europeas como el realismo socialista y el arte contemporáneo comprometido y reacciona contra el inocuo garcilasismo de los vencedores que se anquilosaron en un neopurismo de filiación neoclásica, tradicionalista, retórico y patriotero. José García Nieto había fundado en 1943 la revista ‘Garcilaso’ para encauzar en la tradición clásica los productos de la Juventud Creadora.
Su perspectiva ética enlaza con las últimas obras de Dionisio Ridruejo, Luis Rosales o Germán Bleiberg y da pie a una copiosa fabricación de sontos herrerianos de indiscutible perfección, pero ciegos ante el ambiente cercano y ahítos de banalidad imperialista. Estamos ante literatura de evasión, permisiva, reaccionaria y conformista. El académico García Nieto ha llegado a escribir: ‘en poesía toda acaba o empieza siendo forma’.
En el ideario de la poesía social (o civil) el nosotros sustituye al yo, la solidaridad pasa a ser el principio vertebrador. Frente a la inmensa minoría de Juan Ramón Jiménez, Blas de Otero dirige sus libros a la inmensa mayoría y llena sus poemas de apelaciones al lector exigiéndole una respuesta. En el ideario de poesía de compromiso se recogen muchas de las aseveraciones poéticas más dogmáticas de Gabriel Celaya, su más celebrado representante: ‘La poesía es un arma cargada de futuro’, ‘la poesía no es neutral’ o ‘la poesía no es un fin en si misma es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo’. Al subjetivismo se antepone el destino del hombre colectivo y ése es el propósito de muchos de los poetas antologazos en 1952 por Francisco Brines en su ‘Antología consultada de la poesía española’.
En los años siguientes, autores de la llamada ‘Generación del Medio Siglo’ como José Agustín Goytisolo, Ángel González o José Manuel Caballero Bonald asumen el papel del poeta testimonial porque conciben su escritura como fruto de un tiempo y moldeada por las circunstancias del entorno.
El cansancio del exceso y la proliferación de epígonos convirtieron en clichés los mejores logros de la poesía social. Es innegable que a partir de 1960 entra en crisis, a pesar de la antología de poetas sociales elaborada por Leopoldo de Luis, titulada ‘Poesía Social española Contemporánea’ (Madrid, 1965). Esto es percibido incluso por los mismos poetas sociales en los que se acentúa el nihilismo, la desesperanza, la incómoda situación de exiliados perpetuos y un clamoroso alejamiento de los movimientos de oposición y de los partidos políticos que operaban en la clandestinidad. La poesía civil rebaja los contenidos ideológicos y el vitalismo existencial y cada vez más acentúa la experimentación formalista. El humanismo se repliega ante el culturalismo y se impone la estética culturalista.
Todos los novísimos antologazos por Castellet reaccionan con gran dureza contra los planteamientos estéticos de la poesía social y rechazan de plano su condición testimonial. Incluso Manuel Vázquez Montalbán, que mantiene vivo el compromiso revolucionario del escritor, argumenta que ‘es imposible pedir explicaciones ideológicas a un artista’ y descree de la capacidad de la poesía para conformar una conciencia pública; la poesía, según él, no pasa de ser un modesto tirachinas cuyos efectos no van más allá de unas cuantas lunas rotas. El análisis crítico que en varias de sus poéticas realiza Antonio Martínez Carrión es mucho más benevolente. El poeta rechaza solamente la poesía social contaminada de significado, la que ha propiciado un desequilibrio entre contenido y lenguaje y se construye para airear consignas desde el plagio, la autosuficiencia o la reiteración. Félix de Azúa, por su parte, considera irrelevante la influencia de la ideología del autor en la calidad de la obra: la biografía personal del poeta no está implícita en su obra.
Tras la muerte de Franco, en 1975, se produce la transición hacia la democracia y la aprobación por referéndum del texto constitucional que vertebraba la España de las autonomías. Los cambios políticos se efectuaron en un clima de consenso y normalidad y coinciden en el tiempo con la ruptura casi definitiva del movimiento novísimo y con el despertar de nuevas promociones poéticas. Además continuaron activos poetas de generaciones anteriores como Hierro, Brines, Valente, o Goytisolo y hallamos en plena producción a otros poetas de la generación del lenguaje no adscritos al venecianismo como Juan Luis Panero, Fernando Ortiz, Abelardo Linares, Miguel d’Ors o Javier Salvago.
Una excepción a la postura general de rechazo hacia la poesía social manifestada por los poetas de los setenta es la antología ‘Teoría y Poemas’. Selecciona a los poetas del grupo ‘Claraboya’ –Agustín Delgado, Luis Mateo Díez, José Antonio Llamas o Ángel Fierro- cuyas escrituras realistas están impregnadas de una preocupación didáctica y social de fundamentación marxista. La diversificación de propuestas poéticas surgidas a principios de los ochenta –neosurrealismo, de Blanca Andreu, la poesía del silencio de Amparo Amorós, la épica intimista de Martínez Mesanza, el neoclasicismo de Francisco Castaño, la poesía intimista y neorromántica de Almudena Guzmán…- dificultan el rastreo de la poesía social y su pervivencia en autores y grupos. Aún así hallamos un claro sentimiento solidario en los poetas del grupo granadino de la otra sentimentalidad –luego englobada en la llamada ‘poesía de la experiencia’ que nos han reivindicado su condición de abajofirmantes en revistas, manifiestos y antologías como ‘1917 versos’, homenaje y celebración de la revolución comunista. También podríamos considerar social o neosocial alguna parte de la mirada poética de Jon Juaristi que desde una tradición escasamente transitada que incluye andenes como Gabriel Aresti, Miguel de unamuno o Blas de Otero; Juaristi bajo un formato clásico se sirve de sus poemas para denunciar el victimismo que sostiene el sentimiento nacionalista y los fantasmas más furibundos e irracionales del mundo batasuno. A mediados de los ochenta la poética realista se convierte en el canon estético dominante y los contenidos civiles son frecuentes en poetas figurativos como Álvaro Salvador o Benjamín Prado y luego en poetas más jóvenes como Juan Bonilla, Juan José Téllez o Pedro Sevilla.
Uno de los rasgos más originales de los años noventa ha sido la eclosión de poéticas radicales, escritas desde el filo de lo social y exacerbando la crítica al sistema. Son poéticas emparentadas con el modo de hacer de autores americanos como Charles Bukowski o Allen Ginsberg. En los contenidos de denuncia ocupan un lugar preponderante la libertad individual frente a la norma y la transgresión. Autores como Roger Wolfe, Karmelo Iribarren, Antonio Orihuela o David González asumen perspectivas de individuos lastrados por el sistema y aportan un grito de denuncia y desgarro que se percibe también en lo peculiar de su expresión: el despojamiento de los artificios retóricos y el prosaísmo postulan un lenguaje que busca sobre todo trasmitir. Muchas de estas poéticas de la radicalidad y la marginalidad han sido estudiadas por Isla Correyero, poeta que también ha asumido el mirador de la heterodoxia en alguno de sus libros, como ‘Crímenes’.
Pero el sentimiento solidario más extremo también está representado por autores concretos: hay poemas de Fernando Beltrán que recogen situaciones de este final de siglo: movimientos migratorios, las depuraciones étnicas y los exilios forzosos, los atentados a las minorías, la distribución de la riqueza… y tal vez el nombre más paradigmático de la poesía social actual sea el de Jorge Riechmann: libros como ‘Baila con extranjero’ o ‘El día que dejé de leer el PAÍS’ han convertido en materia poética la actualidad y los sucesos cotidianos y suponen de facto un rechazo total de cualquier actitud parnasiana en la escritura. En la poesía de Riechmann lo incumplido es el horizonte de la acción –en esto nos recuerda a Bertolt Brecha- y alrededor hay mucho por hacer: denunciar la instrumentalización del lenguaje de los medios de comunicación, los escamoteos de la libertad, la lucha de clases, los conflictos ecológicos y demográficos, la mercantilización de los sentimientos. El amplio inventario de temas y asuntos está arraigado con firmeza en el tejido comunitario.
Más o menos vital, más o menos consciente, el flujo de poesía social se mantiene vivo a lo largo del tiempo. Ningún hombre puede crear de espaldas a si mismo. Lo ha expresado muy bien Luis garcía Montero: ‘La poesía ambiciona convertirse en reflexión y testimonio de un tiempo histórico’. Ahí radica el necesario optimismo en la supervivencia de la poesía social.

José Luis Morante es poeta y crítico literario. Profesor de literatura en Rivas Vaciamadrid

LEÍDO EN LA LAS PÁGINAS 16-17-18 DEL NÚMERO 7 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’ DE JULIO DE 1998

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