LA POESÍA COMO NECESIDAD
Por Ovidio Pérez Martín
Por Ovidio Pérez Martín
(¿Pasaría alguna vez por la mente de Homero, mientras sesteaba bajo la parra, con las chicharras griegas sofocando su ensueño, que, muchos años después, aún seguiría contando, cantando, sus poemas, y que, también hoy, como entonces, alguien necesitaría oír o leer sus historias?)
Así como una flor sugiere toda la primavera, la palabra pone de manifiesto la diferencia entre el hombre y los demás seres.
La sensación de hablar, de liberar las palabras que se llevan dentro, es la misma que la del ejercicio de la libertad. La misma también que surge del hecho de pensar. Y la palabra –ingeniera de caminos- es el complemento del pensar, puente por el que se comunican estos pensamientos.
La función del poeta es nombrar, poner nombres. Hace algún tiempo escribí:
‘Nombrar…
La ternura del nombre
Coge de la mano a cada objeto
Amontonado en el mar de los objetos
Y florece:
Río,
Cumbre,
Mar,
Temblor…
Todo está acariciado
Por la voz del nombre que lo nombra.
El poeta, ser libre –escribir es sentir que se ejerce la libertad en plenitud-, se arriesga por territorios desconocidos y, arreglándoselas como puede, (y no puede de otra manera que dando nombre a lo que ve), va levantando el velo de la oscuridad, va iluminando, muchas veces solo con apenas perceptibles destellos, el nuevo camino. La oscuridad y la luz son la patria del poeta. Nombrar es hacer la luz en la oscuridad. Si bien es cierto que ‘nada hay nuevo bajo el sol’, el universo está lleno de misterios.
Escribir poesía es meter la mano de la mente en zonas desconocidas. El poeta es un hombre cualquiera que se compromete con la misión de hacer brillar las palabras para que el mundo pueda ser mejor conocido. Por eso, el deber del poeta es ejercer fuera del reino, en el exilio, ‘por fuertes y fronteras’. En el reino todo suele tener nombre oficializado. El poeta oficial, el poeta del reino, -que es el que está al lado del poder al que desde éste se le hacen encargos que cumple con deliciosa minuciosidad- es mas bien un menestral. Nada nuevo nombra, solamente repite cambiando el hipérbaton. Las palabras en el poema deben estar húmedas y recientes como corresponde a todo aquello sobre lo que acaba de amanecer. Además, un poema, como una flor, siempre está en peligro de ser disecado. Los poemas disecados es mejor enterrarlos. Posiblemente germinen.
La poesía ha estado siempre –y lo estará también ahora si de verdad es poesía- en el origen de la ciencia.
Los mitos –poesía- son las hipótesis desde donde trabajó la ciencia... el mito de Ícaro (¿no está en todos los hombres el deseo de volar? De ahí su valor universal), ¿no es el origen del avión de los hermanos Wrigh? Oliverio Malmesbury, en el siglo XI, se lanzó desde una torre, firmemente convencido de que las alas de su invento le sostendrían en el aire. Su final… el mismo de Ícaro. El gran sabio poeta y pintor, Leonardo da Vinci también fabricó un gran ingenio para experimentar esa sensación única de poder volar. Algún rasguño se hizo al lanzarse desde una roca al aire para emprender el vuelo. Los hermanos Wrigh, al fin, lo consiguieron y hoy, este suelo que nos vino de tan lejos, es una realidad al alcance de cualquier hombre.
Nombren un invento y, en su origen, encontrarán un mito, un poema. Las teogonías, que es de donde proceden las teorías científicas sobre el universo, formuladas a lo largo de los siglos, fueron invenciones de poetas. Estos son los argonautas que se arriesgan por regiones desconocidas y que, a veces, logran volver con las manos llenas de deslumbrantes maravillas. Tenaces como los canteros por conocer las entrañas de las rocas, abren la oscuridad.
Cada invento tiene un mítico poema en el que comienzan los intentos de su realización. A veces, muchas veces, con víctimas como en el caso de Ícaro. El riesgo es un componente de todo pionero. El poeta es el primero que intenta introducirse en mundos misteriosos, acuciado por la necesidad de poner al descubierto y explicar lo que hay más allá. Una vez abierta la primera senda, los científicos van después recogiendo datos. Pero, en el principio, el explorador, el poeta, con la palabra por herramienta, ha ido desbrozando y quemando su vida en al llama del misterio, nombrando lo desconocido.
Pero también la palabra es, no debemos olvidarlo, una evasión: la sustitución de lo real por su nombre –un poco de aire que vibra en las cuerdas vocales y se modula en los laberintos de la boca-. Hay que advertir de vez en cuando que la palabra, después de siglos de uso, ha llegado a suplantar al objeto mismo que nombra. Tal es así que para la mayoría de la gente el nombre es, sin darse cuenta, la cosa misma. Quizá este sea el gran drama del hombre actual; ya no puede vivir sin palabras, lo virtual se ha instalado en el mundo y lo real se ha hecho casi invisible. Cualquier cosa, por lejana que esté, la tenemos en nuestra presencia con solo nombrarla. La virtualidad nos envuelve como el aire. Olvidar esto es andar bastante perdidos. La virtualidad nos envuelve como la oscuridad de la cárcel al prisionero del romance. Sólo por el canto de una avecilla sabe cuando es de día:
Que no sé cuando es de día
Ni cuando las noches son
Si no es por una avecilla
Que me cantaba al albor.
Si nos matan esa avecilla –‘matómela un ballestero’-, que es la que nos sitúa en la realidad del mundo, iremos a la deriva en la virtualidad. Lo cual quiere decir que debemos permanecer atentos para diferenciar siempre lo real de lo virtual. Más en estos tiempos de Internet.
La palabra es manipulable. Lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Si no se la trata con el máximo respeto y precisión –no es nuestra esclava, mas bien es nuestra liberadora- podemos llegar a su degradación. La mayoría de los discursos políticos son ejemplo de hasta donde se puede llegar en la manipulación. Cuando hablo de respeto a la palabra quiero decir lo mismo que mi padre cuando, con el gesto de dar la mano, cerraba un trato: dar la mano era empeñar la palabra, algo que parece muy frágil pero que no se dobla. Mi padre y Juan Ramón Jiménez coincidían en su respeto por la palabra. Decía Juan Ramón Jiménez: ‘La palabra es flor que no se dobla’.
Por todas estas razones, mas otras que enumerar no puedo por lo mucho que pesan y abundan, concluyo afirmando que la poesía, como el pan, se necesita cada día.
Ovidio Pérez Martín es un poeta abulense autor de varios libros de poemas.
(de la páginas 30-31 del nº 7 de la revista ‘Caminar Conociendo’ de julio de 1998)
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