RELATO: ‘Los Días Tempranos’, Carlos Segovia
Me susurraba sus secretos, que viajaban a través del calor de su mejilla contra mi mejilla: que en su casa había nubes, que las hacía su madre con la clara de huevo batida, y que volaban por el pasillo, y ella cogía trozos que se fundían en sus manos. Quizá por eso su casa estaba siempre nublada, en un otoño perenne de huesos fríos, de silencio puro, de azul desnudo y seco. Entonces confirmé con absoluta certeza que era un ángel, porque desde la escalera y a través de su ventana abierta, yo mismo le había visto con su esplendor de ángel, flotando en el aire con un vestido blanco de gotas de luna y con un collar de perlas entre las manos, mientras su madre, agachada, le cosía los bordados de la falda.
Jugábamos a las canicas. Ella las guardaba en una bolsita de tela que se ataba a la cintura y que al andar hacían un ruido como si fueran deseos temblando.
--“¿Y en su casa no tiene fotos de su padre?”, me preguntaba insistentemente mi tía, con su vientre seco de mujer doliente. No tenía, pero yo le decía que sí, que había una foto de un señor con bigote.
--“¿Y ella no habla nunca de su padre?”
--“No, nunca”, contestaba yo, y me marchaba antes de que me preguntase más cosas, furioso y arrepentido, como si hubiera abierto un agujero deslumbrante y doloroso.
Subidos a una silla mirábamos a través de la mirilla de la puerta de su casa. Ella, primero:
--“Ahí están, son pequeños, hablan entre ellos y llevan ropas como las de los retratos antiguos”.
Después miraba yo y por más que insistía con un ojo y después con el otro, acababa con los ojos doloridos, fingiendo, con euforia, ver, yo también, aquellos personajes que ella aseguraba que vivían dentro de la mirilla. “Entre tu y yo”, me de decía.
En la exasperante quietud de plomo de la siesta, entre las sombras sordas se escuchaban los gritos mudos bañados de agonía, de su madre, que cruzaban el patio, la escalera, el pasillo y el silencio coagulado de la casa, hasta descargar contra mi tímpano, aturdido todavía por el sueño de granito. Me despertaba estremecido y confirmaba espantado que yo era el único capaz de escuchar esos lamentos de besos sin dar.
Jugábamos a simular que se nos quedaba en la garganta una espina de la sardina de la merienda, y corríamos gritando que no podíamos respirar, metiéndonos los dedos en la boca para provocarnos arcadas hasta que comprobábamos el escaso efecto pavoroso que ofrecía nuestra actuación y desistíamos para reventar en unas forzadas carcajadas que nos consolaban del fracaso. Aunque, yo creo, que en una de éstas se nos quedó atravesada, realmente, una espina en el alma.
Durante la angustia del atardecer, cuando su madre se marchaba, jugábamos en su casa, entre algo como un aleteante vuelo de palomas. Buscábamos en todos los muebles, registrábamos todos los rincones hasta encontrar cualquier cosa susceptible de considerarla un tesoro. Podía ser una navaja multiuso, o un reloj roto y abierto, o un agujero para escapar de la vida. Una tarde entramos en el dormitorio de su madre y registramos sus cajones, había cartas, muchas cartas escritas con caligrafía tierna, cartas enviadas a un hombre, cargadas de sellos, de trenes, de manos de cartero, y devueltas, como el mar devuelve los cadáveres a la tierra. Leímos aquella tristeza de papel amarillento, desenterrando los residuos de un amor contrariado, y de un sobresalto nos golpeó la palidez de la frente de su madre que nos miraba humillada de dolor, desde la puerta de la habitación, con los poros de la piel abiertos para llorar las lágrimas que no le salían por los ojos. No nos dijo nada, se quedó guardando, de nuevo, sus tristes cartas en su triste alma. Nosotros salimos a la escalera. Ella se quedó acurrucada, sentada en el suelo del rellano, con la cara entre las manos y los codos en la rodilla.
--“Vete”, me dijo sin mirarme.
Bajé al otro rellano y me quedé en la misma postura, mirando de reojo sus sollozos. De pronto se levantó, con los ojos derretidos, cogió su bolsita de canicas, y con una rabia de océano, las arrojó todas por las escaleras, en una cascada de pequeñas lágrimas de colores vivas y saltarinas. Su mirada tenía un pálpito febril, sus dientes mordían el labio inferior, hasta que de él saltó una gota de sangre enferma de dolor, y entonces sus pupilas se precipitaron contra las mías dejándose caer a un vacío de silencio coagulado. Acabó tendida a mis pies, con la mirada perdida en un mundo de olvidos. Un hilo de sangre hirviente alcanzó mis zapatos, y sentí dentro de mí su latido pequeño y triste desacompasando el mío para siempre.
--“No se ha muerto”, me dijeron en casa. ‘Muerte’, quizá esa palabra era una de tantas patrañas que inventaban los mayores porque ella me había confesado que su nariz edra un interruptor de la vida o de la muerte. Si le apretabas moría en una muerte cotidiana de extinto sol, de pesadilla sorda, o de frío. Clic. Se le apretabas vivía para conocer el destino de la risa o de la lluvia.
Pasaron unos días en el hospital y volvieron a casa. Recogieron sus nubes, sus cartas, sus pequeños seres de la mirilla y se marcharon a ese mundo remoto donde mueren los colores.
(*) Carlos Segovia es licenciado en Derecho
(este relato de Carlos Segovia apareció en las páginas 44-45 del nº 7 de la revista ‘Caminar Conociendo’ de julio de 1998 con una ilustración de Eduardo Palacios)
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