Veraneando en Las Navas
Charles David Ley
En esto llegaron los calores de verano de 1944. Yo pensaba ir a Vera de Bidasoa, donde muy amablemente me habían invitado a pasar unos días Pío Baroja y Julio Caro. Sin embargo, la presencia del ejército alemán al otro lado de la frontera francesa y a pocos kilómetros del pueblo de los Baroja me daba reparo. Mientras tanto seguía en Madrid aquel mes de agosto. Para entretenerme iba algunas veces a los toros, a ver a Manolete, con mis amigos José Luís Cano, Azcoaga, García Nieto y especialmente Rafael Romero Moliner que comentaba muy bien las corridas.
El exuberante Enrique Azcoaga, habitual constante del ‘Gijón’, me mostraba una especial consideración y me invitó a tomar café una tarde en su casa, donde me enseñó las pruebas de imprenta del libro poético de Miguel Hernández, escrito durante la Guerra Civil, "El hombre acecha", que no se había llegado a publicar entonces por la victoria en 1939 de los nacionales. También, Azcoaga propuso hacerme una entrevista en Radio Madrid. Le dije que no sabía si yo no diría algún inconveniente al verme frente a frente con micrófono en el estudio. Se rió Azcoaga: ‘A ver si va a dar usted un grito subversivo en la emisora’, pero me explicó que había que tener escritas las preguntas y respuestas de antemano. Preparamos en un rincón del ‘Gijón’ la entrevista, tomando Azcoaga al dictado mis contestaciones. Indagó cuidadosamente mi opinión sobre la moderna poesía portuguesa y española, los novelistas ingleses, especialmente Hugt Walpole, entonces muy traducido al español, Katherine Mansfield, Virginia Woolf y Victoria Sackville-West y las obras literarias de Walter Starkie, que tenía entonces en las librerías de Madrid dos de sus libros. Aunque me resultaba esta pregunta un poco embarazosa, pude afirmar mi verdadero aprecio por el humor y simpatía de mi director, así como su hondo conocimiento de la música y costumbres de España. Azcoaga me pidió también que opinara sobre Manolete. ‘Me parece imposible que una persona haga lo que él hace con tanta maestría y garbo’. Al oír esto, Azcoaga me dio un espaldarazo diciendo: ‘Se está usted españolizando demasiado’.
Starkie organizó en el Instituto un cursillo de inglés para los primeros días de agosto, pero sin gran éxito, porque pocos estudiantes acudieron con aquel calor. El sábado, día 10 de agosto, cuando llegué al café a primera hora de la tarde después de comer, recibí recado que Azcoaga había tenido que ir fuera de Madrid unos días, dejando la entrevista en manos de un colega suyo de la radio que leería las preguntas tal como Azcoaga las había preparado. En esto, entra en el café Camilo José Cela que acababa de venir de Las Navas del Marqués donde estaba veraneando, con intención de volver aquella misma tarde. Con su voz autoritaria y cavernosa se ofreció a llevarnos a García Nieto y a mí a pasar el fin de semana. Había que coger el tren en la Estación del Norte en hora y media.
-- Pero, dije, ¿cómo puedo leer mañana en Radio Madrid mis contestaciones a Azcoaga?
-- No hay ninguna dificultad en eso, afirmó Cela. Alguno de los amigos aquí presentes se encargará de leerlas en su ausencia.
Se ofreció a ello Manolo Segalá. Luego reparé también en que quizá habría algún estudiante del cursillo que acudiese esa tarde.
-- No sea usted tan cumplidor. ¿Quién va a ir un cursillo un sábado de verano por la tarde? Nada, que esté usted en la Estación del Norte a las seis y media, para encontrarnos a mí y a García Nieto.
Cogimos el tren por los pelos, saltando al último carruaje. Mirando por la ventanilla de atrás vi desaparecer las últimas casas; algunos árboles escasos crecían en los yermos campos. Las dos horas de viaje pasaron rápidas. Como es corriente en los pueblos peninsulares la estación de ferrocarril de Las Navas del Marqués está lejos del lugar. Alquilamos un tílburi destartalado que esperaba pasajeros. En aquel trayecto relativamente corto se hizo noche cerrada.
Entramos en la casa donde estaba alojado Cela para saludar a su mujer. Luego él nos llevó por las calles del pueblo a pasear. Había mucha gente de letras en Las Navas entonces, como por ejemplo, Víctor Ruiz Iriarte, Eugenio Mediano Flores y Martín Abizanda, que es quien estuvo más con nosotros. Entre otras cosas era necesario encontrar un alojamiento, que no era fácil en pleno verano, pero arribamos a la casa de una viuda que se llamaba Luisa Esteban. Había una sala grande que podía haber servido para almacenar grano y que tenía un par de camas en un rincón. Al otro extremo de la sala había una lucecita delante de un cuadro de San José.
-- Aquí tengo a San José, explicó Luisa Esteban.
Como era dura de oído, Cela le gritó con voz de trueno.
-- Es un buen parecido.
Pero ella no le entendió bien.
Volvimos a la casa de Cela donde le habían preparado unos filetes descomunales sin guarnición porque por su reciente enfermedad necesitaba ese alimento. De noche volvimos muy tarde a la casa de Luisa Esteban y había una vaca en al puerta, que en la oscuridad dudamos si fuese un toro, como ha quedado en los "Versos de un huésped de Luisa Esteban" de García Nieto. Yo había llevado conmigo las poesías líricas de Góngora y rogué a Nieto que leyese en voz alta las mejores, porque una buena lectura de poemas dispersa las preocupaciones e inspira la imaginación. Me leyó tres que incluían los versos con estribillo de : "Dejadme llorar / orillas del mar", y el romance que acaba: "El cielo os guarde si puede / de las locuras del Conde".
A la mañana siguiente fuimos a misa cantada en la iglesia del pueblo, donde los enterradores del Ayuntamiento se sentaban en banco aparte, cerca del altar, cosa que impresionó tanto a Nieto que lo comentó en un poema de sus "Versos". Después fuimos a sentarnos a una roca con los veraneantes que se habían tumbado a tomar baños de sol vestidos. Daba una extraña impresión estar así como en una playa con las estribaciones de la Sierra de Guadarrama, de tonos grises y apagados, y un valle entre montañas extendido abajo en vez del mar.
Por la tarde vimos con Abizanda las ruinas del castillo y un pinar grande donde conversamos largamente. Cerca del atardecer apareció Cela paseando por el pueblo y nos llevó por la cuesta que bajaba desde las rocas de los veraneantes. Nos hizo notar el impresionante silencio de la sierra y cómo la sombra del castillo se alargaba por el valle. Me retó a que bajase la cuesta corriendo para ahuyentar una res que estaba en la ladera. En un poema corto publicado algún tiempo después, expresé mis impresiones de aquel campo al crepúsculo:
Charles David Ley
En esto llegaron los calores de verano de 1944. Yo pensaba ir a Vera de Bidasoa, donde muy amablemente me habían invitado a pasar unos días Pío Baroja y Julio Caro. Sin embargo, la presencia del ejército alemán al otro lado de la frontera francesa y a pocos kilómetros del pueblo de los Baroja me daba reparo. Mientras tanto seguía en Madrid aquel mes de agosto. Para entretenerme iba algunas veces a los toros, a ver a Manolete, con mis amigos José Luís Cano, Azcoaga, García Nieto y especialmente Rafael Romero Moliner que comentaba muy bien las corridas.
El exuberante Enrique Azcoaga, habitual constante del ‘Gijón’, me mostraba una especial consideración y me invitó a tomar café una tarde en su casa, donde me enseñó las pruebas de imprenta del libro poético de Miguel Hernández, escrito durante la Guerra Civil, "El hombre acecha", que no se había llegado a publicar entonces por la victoria en 1939 de los nacionales. También, Azcoaga propuso hacerme una entrevista en Radio Madrid. Le dije que no sabía si yo no diría algún inconveniente al verme frente a frente con micrófono en el estudio. Se rió Azcoaga: ‘A ver si va a dar usted un grito subversivo en la emisora’, pero me explicó que había que tener escritas las preguntas y respuestas de antemano. Preparamos en un rincón del ‘Gijón’ la entrevista, tomando Azcoaga al dictado mis contestaciones. Indagó cuidadosamente mi opinión sobre la moderna poesía portuguesa y española, los novelistas ingleses, especialmente Hugt Walpole, entonces muy traducido al español, Katherine Mansfield, Virginia Woolf y Victoria Sackville-West y las obras literarias de Walter Starkie, que tenía entonces en las librerías de Madrid dos de sus libros. Aunque me resultaba esta pregunta un poco embarazosa, pude afirmar mi verdadero aprecio por el humor y simpatía de mi director, así como su hondo conocimiento de la música y costumbres de España. Azcoaga me pidió también que opinara sobre Manolete. ‘Me parece imposible que una persona haga lo que él hace con tanta maestría y garbo’. Al oír esto, Azcoaga me dio un espaldarazo diciendo: ‘Se está usted españolizando demasiado’.
Starkie organizó en el Instituto un cursillo de inglés para los primeros días de agosto, pero sin gran éxito, porque pocos estudiantes acudieron con aquel calor. El sábado, día 10 de agosto, cuando llegué al café a primera hora de la tarde después de comer, recibí recado que Azcoaga había tenido que ir fuera de Madrid unos días, dejando la entrevista en manos de un colega suyo de la radio que leería las preguntas tal como Azcoaga las había preparado. En esto, entra en el café Camilo José Cela que acababa de venir de Las Navas del Marqués donde estaba veraneando, con intención de volver aquella misma tarde. Con su voz autoritaria y cavernosa se ofreció a llevarnos a García Nieto y a mí a pasar el fin de semana. Había que coger el tren en la Estación del Norte en hora y media.
-- Pero, dije, ¿cómo puedo leer mañana en Radio Madrid mis contestaciones a Azcoaga?
-- No hay ninguna dificultad en eso, afirmó Cela. Alguno de los amigos aquí presentes se encargará de leerlas en su ausencia.
Se ofreció a ello Manolo Segalá. Luego reparé también en que quizá habría algún estudiante del cursillo que acudiese esa tarde.
-- No sea usted tan cumplidor. ¿Quién va a ir un cursillo un sábado de verano por la tarde? Nada, que esté usted en la Estación del Norte a las seis y media, para encontrarnos a mí y a García Nieto.
Cogimos el tren por los pelos, saltando al último carruaje. Mirando por la ventanilla de atrás vi desaparecer las últimas casas; algunos árboles escasos crecían en los yermos campos. Las dos horas de viaje pasaron rápidas. Como es corriente en los pueblos peninsulares la estación de ferrocarril de Las Navas del Marqués está lejos del lugar. Alquilamos un tílburi destartalado que esperaba pasajeros. En aquel trayecto relativamente corto se hizo noche cerrada.
Entramos en la casa donde estaba alojado Cela para saludar a su mujer. Luego él nos llevó por las calles del pueblo a pasear. Había mucha gente de letras en Las Navas entonces, como por ejemplo, Víctor Ruiz Iriarte, Eugenio Mediano Flores y Martín Abizanda, que es quien estuvo más con nosotros. Entre otras cosas era necesario encontrar un alojamiento, que no era fácil en pleno verano, pero arribamos a la casa de una viuda que se llamaba Luisa Esteban. Había una sala grande que podía haber servido para almacenar grano y que tenía un par de camas en un rincón. Al otro extremo de la sala había una lucecita delante de un cuadro de San José.
-- Aquí tengo a San José, explicó Luisa Esteban.
Como era dura de oído, Cela le gritó con voz de trueno.
-- Es un buen parecido.
Pero ella no le entendió bien.
Volvimos a la casa de Cela donde le habían preparado unos filetes descomunales sin guarnición porque por su reciente enfermedad necesitaba ese alimento. De noche volvimos muy tarde a la casa de Luisa Esteban y había una vaca en al puerta, que en la oscuridad dudamos si fuese un toro, como ha quedado en los "Versos de un huésped de Luisa Esteban" de García Nieto. Yo había llevado conmigo las poesías líricas de Góngora y rogué a Nieto que leyese en voz alta las mejores, porque una buena lectura de poemas dispersa las preocupaciones e inspira la imaginación. Me leyó tres que incluían los versos con estribillo de : "Dejadme llorar / orillas del mar", y el romance que acaba: "El cielo os guarde si puede / de las locuras del Conde".
A la mañana siguiente fuimos a misa cantada en la iglesia del pueblo, donde los enterradores del Ayuntamiento se sentaban en banco aparte, cerca del altar, cosa que impresionó tanto a Nieto que lo comentó en un poema de sus "Versos". Después fuimos a sentarnos a una roca con los veraneantes que se habían tumbado a tomar baños de sol vestidos. Daba una extraña impresión estar así como en una playa con las estribaciones de la Sierra de Guadarrama, de tonos grises y apagados, y un valle entre montañas extendido abajo en vez del mar.
Por la tarde vimos con Abizanda las ruinas del castillo y un pinar grande donde conversamos largamente. Cerca del atardecer apareció Cela paseando por el pueblo y nos llevó por la cuesta que bajaba desde las rocas de los veraneantes. Nos hizo notar el impresionante silencio de la sierra y cómo la sombra del castillo se alargaba por el valle. Me retó a que bajase la cuesta corriendo para ahuyentar una res que estaba en la ladera. En un poema corto publicado algún tiempo después, expresé mis impresiones de aquel campo al crepúsculo:
"¡Aquel silencio de la tarde entonces,
silencio donde todo se escuchaba!
Las voces de los grillos ocultaban
las mil esquilas por el monte oscuro.
¡Los grandes horizontes de la tarde!
¡La sombra del castillo por el valle!"
...................................................
"Mira, los montes ya son incoloros,
mira, que cortan ya los baluartes
el claro cielo de un fingido día".
Nos invitó Cela a cenar en su casa. Mientras los demás estaban en la mesa, me fui a otra habitación para escuchar la entrevista de Radio Madrid del falso Azcoaga con Manolo Segalá bajo mi nombre. Creo que la sustitución no quedó mal porque Segalá tenía un acento catalán muy fuerte, a pesar de ser poeta en español y de no saber -según me declaró en conversación una vez- una palabra de la lengua catalana. Noté que donde yo había citado los nombres de Antonio Machado y Federico García Lorca como precursores de la nueva poesía española, Radio Madrid había quitado el nombre de Lorca, de quien en aquellos tiempos no se permitía hablar públicamente.
Después de cenar fuimos al baile de los veraneantes. Me marché por la mañana temprano para reincorporarme al cursillo de inglés, que ya estaba casi vacío. Nieto se pudo quedar hasta el día siguiente.
Los del ‘Fénix’ iban algunos domingos a Cercedilla, donde Julio Gómez de la Serna había alquilado una casa para el verano. En aquellos valles tan deliciosamente frescos en el calor del verano, entre altas montañas, me paseé con María Alfaro y Eusebio García Luengo viendo a lo lejos el sanatorio donde había estado Cela, tan bien descrito en "Pabellón de reposo". Yo tenía puesta una chaqueta nueva con las hombreras demasiado evidentes. Eusebio nos explicó las razones por las que siempre les quitaba él las hombreras a las chaquetas. Mi di cuenta que mi visita a Las Navas había molestado a algunos de los presentes, lo cual me causó cierta tristeza, porque no tenía ganas de reñir con nadie.
La peña del ‘Gijón’ se reunía todas las tardes en la terraza para tomar el café al aire libre. Como yo había visto carteles anunciando la ciudad de Gijón como una playa buena para pasar el verano, tenía la sensación de estar sentado bajo los árboles en una sombra moteada de sol y que ésa era mi playa. Todos los poetas de esa época tan cultivadora de la poesía pasaban por allí. José María Valverde, de dieciocho años escasos, pero ya muy conocido entre los que leían poesía, sufría de una enfermedad del corazón que le llevaría a la tumba - decían todos - en dos o tres años, igual que los poetas de la época romántica. Posiblemente la razón de tantos lamentos anticipados fuese que Valverde ya había publicado en las páginas centrales del ‘Garcilaso’ de abril de 1944 una "Elegía para mi muerte", que empezaba:
Nos invitó Cela a cenar en su casa. Mientras los demás estaban en la mesa, me fui a otra habitación para escuchar la entrevista de Radio Madrid del falso Azcoaga con Manolo Segalá bajo mi nombre. Creo que la sustitución no quedó mal porque Segalá tenía un acento catalán muy fuerte, a pesar de ser poeta en español y de no saber -según me declaró en conversación una vez- una palabra de la lengua catalana. Noté que donde yo había citado los nombres de Antonio Machado y Federico García Lorca como precursores de la nueva poesía española, Radio Madrid había quitado el nombre de Lorca, de quien en aquellos tiempos no se permitía hablar públicamente.
Después de cenar fuimos al baile de los veraneantes. Me marché por la mañana temprano para reincorporarme al cursillo de inglés, que ya estaba casi vacío. Nieto se pudo quedar hasta el día siguiente.
Los del ‘Fénix’ iban algunos domingos a Cercedilla, donde Julio Gómez de la Serna había alquilado una casa para el verano. En aquellos valles tan deliciosamente frescos en el calor del verano, entre altas montañas, me paseé con María Alfaro y Eusebio García Luengo viendo a lo lejos el sanatorio donde había estado Cela, tan bien descrito en "Pabellón de reposo". Yo tenía puesta una chaqueta nueva con las hombreras demasiado evidentes. Eusebio nos explicó las razones por las que siempre les quitaba él las hombreras a las chaquetas. Mi di cuenta que mi visita a Las Navas había molestado a algunos de los presentes, lo cual me causó cierta tristeza, porque no tenía ganas de reñir con nadie.
La peña del ‘Gijón’ se reunía todas las tardes en la terraza para tomar el café al aire libre. Como yo había visto carteles anunciando la ciudad de Gijón como una playa buena para pasar el verano, tenía la sensación de estar sentado bajo los árboles en una sombra moteada de sol y que ésa era mi playa. Todos los poetas de esa época tan cultivadora de la poesía pasaban por allí. José María Valverde, de dieciocho años escasos, pero ya muy conocido entre los que leían poesía, sufría de una enfermedad del corazón que le llevaría a la tumba - decían todos - en dos o tres años, igual que los poetas de la época romántica. Posiblemente la razón de tantos lamentos anticipados fuese que Valverde ya había publicado en las páginas centrales del ‘Garcilaso’ de abril de 1944 una "Elegía para mi muerte", que empezaba:
"Ya, Muerte, estás en mi.
Ya tu hielo me ha entrado al corazón
y tu plomo a mis pulsos.
¿A dónde iré, si todos los caminos
llevan a tu horizonte?"
Casi todas las tardes entraba en el café a grandes zancadas el joven poeta con su aire de ansiedad de poesía y de sabiduría.
De los que venían a la terraza el que daba la sensación de pertenecer a un mundo más bohemio, a otra época más extravagante, era el pequeño poeta -de estatura, quiero decir- Carlos Edmundo de Ory. Su voz en aquellos tiempos era demasiado alta y chillona, llamaba la atención. De repente apareció contándonos que venía de un periodo de reposo en el manicomio. (En un diario que publicó años después aclara que estuvo en un "conventillo" de Ávila). De repente recitaba versos sueltos sacados de su propia obra poética, como:
Casi todas las tardes entraba en el café a grandes zancadas el joven poeta con su aire de ansiedad de poesía y de sabiduría.
De los que venían a la terraza el que daba la sensación de pertenecer a un mundo más bohemio, a otra época más extravagante, era el pequeño poeta -de estatura, quiero decir- Carlos Edmundo de Ory. Su voz en aquellos tiempos era demasiado alta y chillona, llamaba la atención. De repente apareció contándonos que venía de un periodo de reposo en el manicomio. (En un diario que publicó años después aclara que estuvo en un "conventillo" de Ávila). De repente recitaba versos sueltos sacados de su propia obra poética, como:
"cuando haya muerto todo, cuando haya
muerto todo, cuando haya muerto todo."
O bien:
"Ponte las zapatillas, loca Ana".
La Costanilla de los diablos. Capítulo VI "Veranos con salidas a la sierra". Páginas 45, 46, 47 y 48
(Memorias literarias 1943 - 1952)
Madrid [1981]: José Esteban, Editor
"Ponte las zapatillas, loca Ana".
La Costanilla de los diablos. Capítulo VI "Veranos con salidas a la sierra". Páginas 45, 46, 47 y 48
(Memorias literarias 1943 - 1952)
Madrid [1981]: José Esteban, Editor
APARECIDO EN 'Caminar Conociendo', Nº 6
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(*) Título nuestro
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(*) Título nuestro
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